Por Juan Iván Salomón

A continuación, un drama de la vida real. Se modificaron nombres de algunos de los protagonistas principales.

Érase una vez un dicharachero maestro rural al que con el tiempo se le fue agriando el carácter hasta convertirse en un adulto mayor bastante gruñón pero generoso y solidario con sus amigos. Poseía una parcela ejidal donde cultivaba caña de azúcar que entregaba en el ingenio Cuatotolapan, en la antigua población de San Juan Sugar, hoy Juan Díaz Covarrubias, tierra del escritor Alfredo Bielma Villanueva y del diputado Juan Javier Gómez Cazarín, entre otros ilustres personajes.

Rodeado de hijos, nietos, sobrinos y otros parientes, el hoy profesor jubilado suele relatar, engolando orgulloso la voz, el episodio sucedido hace años:

–Esa mañana me avisaron que había fallecido mi hermano Carmenzo Pérez. Subí en mi camioneta, acudí a su cercano rancho y lo encontré tendido. Pregunté cómo había muerto. Pensé que se le había complicado la diabetes que padecía desde hacía tiempo.

–Oh, cuñado, hoy se levantó muy contento. Aunque se sentía débil pidió a su hijo el mayor  que le ensillara el caballo y sacaran del corral al toro prieto. Ya ves que nunca lo habían sacado porque es un animal muy bravo.  Montó a duras penas  en su caballo, persiguió al toro y lo lazó con la soga nueva. Pero antes de asegurar la reata en la cabeza de la montura, quién sabe cómo se le enredó; el toro corrió, lo tumbó del caballo, cayó de bruces sobre unas piedras  y lo arrastró por el zacate. Lo levantamos vivo pero no aguantó mucho. Acaba de morir mi pobre Carmenzo  –le explicó sollozando la inconsolable la viuda.

El maestro rural, dirigente cañero y cacique local, don Toribio Pérez, levantó ceremonioso  la mano izquierda, llamó a uno de los hijos del difunto y ordenó:

–Sobrino, amárrame a ese maldecido toro prieto en este árbol.

El muchacho obedeció de inmediato.

El profesor rural se acercó al toro, desenfundó su pistola automática y la descargó con rabia en la cabeza del animal. Sacó el cargador vacío del arma, metió otro y volvió a dispararle.

–Ahora háganlo en barbacoa para el velorio de mi hermano –ordenó satisfecho a los hijos del difunto.

Los que escucharon por enésima vez la historia estaban al borde de las lágrimas y felicitaron al tío Toribio por la inolvidable hazaña:

–¡Qué bueno, tío, vengó usté al tío Carmenzo! –dijo emocionado uno de los presentes.

De repente se oyó la voz indignada e irreverente de la reportera Yaretzi López dejando perplejos a todos:

–Oiga don Toribio Pérez, con todo respeto, fue usted muy valiente al matar a tiros al indefenso animal, pero, ¿le digo la verdad?, la culpa no fue del toro sino del imprudente tío Car… menzo, quien sabiéndose enfermo y débil, de todos modos se atrevió a tan tremenda pamplina, ¿no lo cree así?

Yaretzi3322@outlook.com