Por Rubén Ricaño Escobar

El asesinato del alcalde de Uruapan, Michoacán, no es un hecho aislado. Es la expresión más reciente de una tragedia que se ha vuelto cotidiana: la muerte como precio por servir al pueblo. En México, gobernar se ha convertido en un acto de valentía y, a la vez, en un riesgo mortal. La política local se ha transformado en el frente más vulnerable de nuestra democracia.

La política que se paga con la vida

Desde 2019, más de 30 alcaldes han sido asesinados en el país. A ellos se suman decenas de regidores, síndicos y diputados locales, además de más de 70 aspirantes, precandidatos y candidatos que han caído bajo las balas del crimen organizado o de intereses políticos oscuros.

Cada cifra encierra una historia, una familia rota, una comunidad desgarrada. Tras cada muerte queda una silla vacía, un municipio sin rumbo y una ciudadanía que vuelve a vivir con miedo. El mensaje que deja la impunidad es devastador: en México, servir puede costarte la vida.

Pero no se trata solo de números. Cada funcionario asesinado es un golpe al corazón de la gobernanza local, el nivel de gobierno más próximo a la gente, donde la política debería ser encuentro, no amenaza.

Democracia herida, gobernanza rota

La violencia política no solo mata personas: destruye instituciones. ¿Cómo construir ciudadanía en un país donde la autoridad teme salir a la calle? ¿Cómo inspirar a las nuevas generaciones a participar si hacerlo puede costarles la existencia?

Cuando la violencia sustituye al debate, la democracia se asfixia. Los municipios se paralizan, las decisiones se aplazan y el desarrollo se detiene. Sin liderazgo local no hay proyectos sostenibles ni futuro posible.

En los territorios donde el crimen sustituye al Estado, la ley se vuelve ficción y la justicia, un recuerdo. Las comunidades aprenden a convivir con el miedo, y el miedo se vuelve la nueva forma de control social.

La indiferencia también mata

Durante años, la respuesta institucional ha sido insuficiente. Se multiplican los discursos y las condolencias, pero escasean las acciones. No se trata!solo de “evitar más asesinatos”, sino de hacer justicia por los que ya ocurrieron. No basta con proteger; hay que castigar a los responsables.

El Estado mexicano tiene un deber sagrado y constitucional: proteger la vida, la libertad y los bienes de las personas. Cuando esa función se abandona, se rompe el contrato social que sostiene a la nación.

Cada atentado contra un alcalde, un regidor o un candidato es un atentado contra la República. No puede haber democracia viva si sus representantes son asesinados impunemente.

La violencia que roba el futuro

La violencia política no solo asesina el presente: envenena el futuro. Cuando servir se convierte en un riesgo, los mejores se alejan de la política y los puestos quedan en manos de quienes pactan con la impunidad. Así se perpetúa un ciclo perverso: el miedo reemplaza a la vocación, y el crimen a la política.

Un país donde los municipios son rehenes del miedo es un país sin desarrollo. Sin seguridad no hay justicia, sin justicia no hay paz, y sin paz no hay progreso posible.

No se trata solo de seguridad pública; es una cuestión civilizatoria. La paz no es una concesión: es la base de toda convivencia democrática.

Un llamado a la conciencia y a la acción

México necesita reaccionar con la urgencia de quien ve su casa arder. Las instituciones deben dejar de mirar hacia otro lado. La justicia debe hacerse visible, pronta y ejemplar.

No se trata de venganza, sino de restaurar el orden moral de la República. Un Estado que no protege la vida de sus representantes locales traiciona su razón de ser.

La sociedad también tiene un papel que asumir. No podemos resignarnos. Callar ante estos hechos es una forma de complicidad. Debemos exigir, como ciudadanos, que ningún crimen político quede impune, que ningún municipio vuelva a ser territorio del miedo.

México merece otra historia

Lo que vivimos es inadmisible en cualquier sociedad del siglo XXI. No podemos permitir que la muerte se normalice. Este país tiene derecho a soñar con gobiernos locales que trabajen sin miedo, con ciudadanos que vivan sin terror y con comunidades donde la palabra “paz” deje de sonar utópica.

El asesinato del alcalde de Uruapan debe ser un punto de inflexión, no una cifra más. Debe dolernos. Debe despertarnos. Debe unirnos.

Porque México no tendrá futuro sin paz, justicia y armonía social.
Y porque un país que deja morir a sus gobernantes locales, se está dejando morir a sí mismo.