Por Rubén Ricaño Escobar
A veces, los episodios que parecen superficiales revelan con crudeza el fondo de lo que aún no hemos aprendido como humanidad. El reciente agravio que sufrió la representante de México en un certamen internacional de belleza no es un hecho aislado ni un simple escándalo mediático; es el reflejo de una forma de pensar y de ejercer el poder que todavía coloca a la mujer en un plano de subordinación, incluso cuando se le invita a “brillar”.
No soy partidario de los concursos de belleza. Desde joven he sentido que, por más discursos renovadores que intenten adornarlos, conservan una raíz de cosificación: la de valorar a la mujer por su apariencia antes que por su pensamiento. Sin embargo, reconozco que muchas de las mujeres que hoy participan en ellos son brillantes, preparadas y con voz propia. Y es precisamente esa voz la que a algunos todavía les resulta incómoda.
En el caso que conmovió al público internacional, una mujer mexicana fue interrumpida, ridiculizada y expulsada de un acto público simplemente por defender su derecho al respeto. Lo más preocupante no es la humillación en sí, sino el aplauso tibio y el silencio de quienes presenciaron el abuso. Esa indiferencia, esa complicidad pasiva, es la que permite que el poder siga actuando sin límites y sin conciencia.
Vivimos tiempos en que la dignidad parece depender de la posición, del cargo o del género. Y no debería ser así. La dignidad es un valor que no se otorga ni se quita: se reconoce. Nadie tiene derecho a menospreciar a otro ser humano, y menos aún por sentirse superior en jerarquía o estatus. El poder sin humildad se vuelve abuso; y el abuso, aunque se disimule tras una sonrisa o un micrófono, siempre deja una herida moral.
No me identifico con los extremos del feminismo que buscan enfrentar al hombre, porque creo que la verdadera igualdad no nace del conflicto, sino del respeto. No se trata de sustituir un dominio por otro, sino de construir una convivencia basada en la decencia y en el reconocimiento mutuo. Las mujeres no necesitan que se les otorgue voz: la tienen. Lo que necesitan es que nadie se atreva a silenciarla.
El episodio de Fátima Bosch no debe quedar como una anécdota vergonzosa en un concurso, sino como un recordatorio de lo que aún debemos cambiar en nuestra cultura. Porque mientras haya hombres que crean que pueden humillar impunemente, y sociedades que guarden silencio ante ello, no podremos hablar de verdadera igualdad.
No se trata de banderas ni de ideologías, sino de humanidad. De aprender a mirar al otro —y a la otra— con respeto. De comprender que la grandeza de una sociedad no se mide por sus espectáculos, sino por su capacidad de defender la dignidad de cada persona.
