Hay temas que uno retoma de vez en cuando, no porque pretenda dárselas de especialista, sino porque lo entusiasman. Y, como ya he mencionado en entregas anteriores, la economía de mercado y la visión que propone la Escuela Austriaca son de esos asuntos que regresan una y otra vez a mi cabeza. No los domino al nivel de un académico, pero sí que disfruto explorarlos y analizarlos una que otra vez, sobre todo cuando la realidad moderna insiste en demostrar que tienen razón.
Porque mientras los políticos siguen aferrados al intervencionismo más rácano, el mercado sigue operando bajo una regla muy simple: funciona mejor cuando no lo estorban.
Empecemos por el principio.En la lógica del día a día, las decisiones que tomamos al comprar, producir o invertir son infinitamente más precisas que cualquier plan sexenal diseñado en un bunker de “expertos”. Hayek lo explicó claramente en El uso del conocimiento en la sociedad: “ningún gobierno puede acceder a la información dispersa que millones de personas generan al interactuar”.
Y, sin embargo, seguimos viendo intentos de “corregir” la economía desde escritorios ocupados por personajes que nunca han vendido un producto, arriesgado capital propio o sentido lo que implica pagar una nómina al final del mes por sí mismos.
Por otra parte, von Mises lo dijo sin paliativos en La acción humana: “intervenir precios, manipular la moneda o fijar reglas artificiales no soluciona problemas; los crea”. Y quizá es por eso por lo que a los políticos populistas les incomoda tanto.
Ahora, también debemos ser honestos: la libertad económica no ofrece bálsamos mágicos, no promete estabilidad a punta de decretos, ni presume que un burócrata sabrá lo que tú necesitas mejor que tú mismo. Solo plantea lo evidente: el mercado es imperfecto, sí; pero un gobierno con ansias de manipularlo es mucho peor.
Minarquismo: el Estado al mínimo
Hablar de un Estado mínimo suele provocar urticaria en los sospechosos habituales. Pero el minarquismo, que va de la mano con la libertad económica, no propone caos, de hecho, propone límites. Un gobierno que sí intervenga, pero que garantice seguridad, justicia, que impida los monopolios, ofrezca infraestructura básica… y punto. Nada de tutelar la vida de los ciudadanos, nada de decidir qué productos deben tener “precio justo”, nada de meter mano donde nadie pidió ayuda. En pocas palabras, destroza la idea tan arraigada en el mexicano de encomendarse al “papá gobierno”.
Como yo digo: Una sola persona con sentido común debería ser capaz de darse cuenta que los individuos prosperan más cuando el Estado deja de cargar con funciones que nunca debió asumir. Y que, a su vez, al repartir dádivas, genera una inflación descontrolada. Ya lo dijo en su día Ronald Reagan: “la inflación es el precio de los gastos del gobierno que pensabas que eran gratis”, pero eso será tema para otra entrega.
La economía de mercado no es una fe, es una herramienta que ha demostrado ser más eficiente cuando el gobierno adopta el papel que realmente debe tener: pequeño, limitado y funcional. Ese es el espíritu del minarquismo. Y, como también lo he dicho antes, no hace falta ser experto para reconocerlo; basta con observar.
Cuando el Estado se retira, el mercado respira. Y cuando el mercado respira, la sociedad avanza.
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