Desde el siglo VII, en Japón existe un ritual llamado Kodoku. Esta antigua práctica consistía en introducir animales venenosos —como serpientes, arañas, escorpiones, etc.— dentro de una caja o recipiente sin comida. La finalidad, era que se mataran y devoraran entre ellos. El vencedor y único sobreviviente se quedaba con la energía y el odio de los demás; volviéndose supuestamente, muy poderoso. Al final del día, solo es una tradición ancestral.
Este tipo de práctica, podría reflejarse en la política, llevando problemas menores al extremo de su naturaleza.
Últimamente, estamos viendo narrativas intensas en los diferentes medios tradicionales, pero aún más en internet y sus plataformas sociales. Sin duda, las redes sociales han sido una herramienta clave para la actividad y coordinación de marchas en nuestro país, como la última del día 15 del corriente mes y las que vendrán más adelante. Las protestas son una parte esencial de nuestra democracia. Si bien, no todos los asistentes fueron de la «Generación Z», pero todos acudieron por su propia voluntad a manifestarse contra el gobierno actual.
Los principales reclamos fueron la desigualdad social, la inseguridad y la corrupción. Si retrocedemos en la historia, estos factores siempre han producido disturbios en un país. Ahora bien, el propósito de las marchas es estar a favor o en contra de una determinada política, persona o ley. Desafortunadamente, el éxito de éstas se mide por la cantidad de gente que acude, más los que piensan en silencio.
Las verdades son las que nos condenan en la actualidad. Es decir, la transformación en papel es un engaño elaborado, ya que gobernar nos recuerda que todo poder conlleva obligaciones y que debemos ser conscientes de nuestras decisiones. Desafortunadamente, lo que ahora se considera justo, antes se considera abominable, y viceversa. Sin embargo, no se debe dejar a un lado que, para lograr un cambio social, y de acuerdo con estudios como la regla del 3,5% de Erica Chenoweth, solo ese porcentaje de la población es suficiente para lograrlo, y sin llegar a la violencia.
El ejercicio del poder debe considerar la superficialidad y no ignorar que, al competir ferozmente, solo puede sobrevivir el actor más despiadado o maquiavélico, dispuesto a manipular o destruir a sus rivales para alcanzar la cima; luchar por el poder con arrogancia y sin escuchar a los demás, buscando atraer consecuencias para ellos mismos o para toda una nación.