Por Armando Ortiz 

Encontré una de las pocas fotografías que me tomaron de niño. Debo de tener al menos 9 años de edad. Mi pelo, como ahora, es abundante. Mis ojos miran fijos hacía un punto desconocido; cabe mencionar que entonces las fotos eran de tres cuartos de perfil. No parezco mirar a nadie. Mi boca está cerrada, como cansada de decir muchas cosas; pero no recuerdo haber sido tan elocuente. Era delgado, lo sé porque me quedaban los pantalones de mi hermano de siete años. Me asustaba la oscuridad y quedarme solo en casa a la hora que fuera. Solía jugar en el jardín con muñecos de plástico, inventando mundos donde todos peleaban felices por sobrevivir. Llenaba de tierra las corcholatas y las convertía en carritos. Cargaba en mi bolsa canicas que eran los planetas de un sistema solar donde la gracia era el caos. La inocencia todavía se advierte en mi rostro. ¿Cuándo fue que probé el fruto prohibido? ¿Cuándo me expulsaron del Paraíso? Desde ese día, mi rostro no volvió a ser el mismo.

Los libros ya despertaban mi curiosidad. Tenía en casa dos volúmenes de historias clásicas editadas por la SEP, esa versión magnífica que Vasconcelos mandara publicar a mediados del siglo pasado. Gracias a ellos conocí a Prometeo, a Eolo el de los vientos, a Tristán e Isolda, a José el soñador. Dicen que el pasado sólo existe en los recuerdos, pero algunas cosas del pasado persisten en nosotros, como las historias de esos libros.

Temo que el sabor del durazno, fruto que tanto me gustaba de niño, ya no me causa el mismo deleite. Hoy recorro lugares que antes me fascinaban y con tristeza percibo que las cosas mínimas ya no me asombran como antes. Entonces me detenía a mirar los pájaros en sus nidos; ya no trepo más a los árboles para escuchar la voz del viento, ni me deslizo temerario por las barrancas, ni sorbo el agua de los ríos, ni corro jubiloso en medio de la lluvia, ni subo a la azotea de mi casa por las noches para asombrarme de lo grande que es el universo; quizás porque hace tiempo descubrí que soy muy pequeño.

Dicen también que olvidar es morir un poco. Acaso ese niño, que ahora me parece un extraño, está muerto y no lo quiero aceptar. ¿Quién me recuerda todavía así? ¿Quién me supone todavía inocente? ¿En qué personas habito como ese niño que ya no soy?

Miro la fotografía y me comparo en el espejo. ¿Qué de mí queda de él? Acaso el miedo a la oscuridad, o el temor a quedarme solo. ¿En qué parte del universo se van morir tantos recuerdos? ¿Dónde está esa mirada que ahora, mirando al espejo, ensayo y no consigo emular? ¿Dónde está ese niño que fui?

A veces pienso que una noche, hace ya muchos años, empecé a soñar y aún no despierto. Todas las noches me acompaño de esa esperanza. Me pregunto: ¿algún día despertaré?