Por Rubén Ricaño Escobar
Cada año, cuando octubre se despide y el aire se llena de perfume a cempasúchil, siento un llamado que no puedo desoír.
Es la voz de Misantla, mi tierra entrañable, que me convoca como lo hace una madre a su hijo ausente.
De ella heredé ese amor profundo por el terruño, de mi madre, que nació en Misantla y me enseñó, con su ejemplo y su dulzura, que la patria empieza en el corazón y se agranda en la memoria. Ella me inculcó la certeza de que los pueblos viven mientras los recordamos, mientras los soñamos, mientras seguimos regresando a ellos, aunque el tiempo se empeñe en alejarnos.
En mi niñez, las celebraciones de Todos los Santos eran una sinfonía de aromas, colores y afectos.
Las casas se preparaban con días de anticipación: se molía el maíz, se tostaban las semillas de calabaza para el pipián, se cortaban las hojas de plátano y se alistaban los ingredientes para los tamales de dedo, los tamales de pipián con verdura, los de pollo o cerdo, y los tamales de frijol que, envueltos con esmero, perfumaban toda la casa.
También se hacían bolas de pipián, se hervía el atole agrio y el champurrado espeso, y el chocolate caliente se servía en jarras de barro mientras afuera los niños corríamos riendo por las calles empedradas.
Los altares eran un poema a la vida y a la memoria. Se adornaban con flores de cempasúchil, naranjas, mandarinas, pan de muerto y pan de granillo. No faltaban los cigarros, la cerveza o el aguardiente, porque decían los viejos que los muertos, al llegar, agradecían que se les ofreciera lo que tanto habían amado en vida.
Y como muestra de cariño, las familias se enviaban entre sí las delicias que habían preparado, en un intercambio que no era de comida, sino de afecto.
Recuerdo los años sesenta, cuando los jóvenes encendían cohetes y desataban “batallas campales” de pólvora por las calles; el cielo se iluminaba con chispas y estruendos, y en el aire había una alegría irrepetible, una mezcla de riesgo, fervor y fiesta.
Esa costumbre desapareció, pero aún puedo oír los estallidos de entonces, mezclados con las risas de mis primos y amigos.
En las casas, en el parque y las esquinas, se leían las calaveras locales, aquellas calaveras que son versos cortos redactados de manera ingeniosa y pícara por algún poeta habilitado del pueblo, se imprimían con viñetas de catrinas y difuntos en los periódicos locales, muy divertidas para quienes las leían, y a veces, no tanto para los aludidos, pero han sido toda una tradición. Yo disfrutaba de otras calaveras, las de dulce que furtivamente tomaba de los altares.
El dos de noviembre, cuando caía la noche, todo el pueblo encendía velas en los quicios de las puertas.
Las calles se transformaban en ríos de luz, y Misantla parecía suspendida entre el cielo y la tierra, entre el mundo de los vivos y el de los muertos.
Era un espectáculo silencioso, solemne y bello.
Una noche casi mágica en la que uno sentía que los difuntos estaban de vuelta, caminando entre nosotros, reconociendo sus casas, probando sus manjares, escuchando nuestras risas.
Con mis amigos de la infancia vagábamos por las calles empedradas de banquetas con aceras de piedra laja, visitando los altares, deteniéndonos en las casas de las familias conocidas, probando el atole o el tamal que nos ofrecían con una sonrisa. Íbamos también al Zotuco y al pocito de Nacaquinia, donde la brisa traía el olor de la tierra húmeda y el murmullo de las ramas de vetustos árboles, y donde la noche tenía una paz que solo el campo sabe regalar.
Hoy, cada año, vuelvo religiosamente a Misantla.
Regreso no solo para celebrar la tradición, sino para reencontrarme con aquel niño soñador que nunca he dejado de ser.
En cada altar, en cada tamal, en cada vela encendida, encuentro un fragmento de mi propia historia, un eco de mi madre y de mis abuelos, una certeza de que la vida vale cuando se vive con raíces y con memoria.
Porque ser mexicano es precisamente eso:
vivir entre el recuerdo y la esperanza, honrar a los que nos precedieron y celebrar la vida con la pasión de quien sabe que todo pasa, pero nada se olvida.
Y Misantla, con su alma festiva y su ternura antigua, sigue ahí, esperándonos a todos…
como una madre que nunca deja de amar a sus hijos.
