Si la formación de iniciales instituciones colegiadas en la Antigüedad, con rasgos marcadamente deliberantes, ejecutivos o concejiles, que acuerdan decisiones importantes para una comunidad, fue producto de la necesidad de supervivir en un ambiente regional históricamente cargado de acciones de guerra entre ciudades, ligas y pueblos; caso contrario ocurrió en la Edad Media, periodo histórico inmediato donde se vive un notable decaimiento del asambleísmo; hasta su explosivo despertar en la Época Moderna en la forma de parlamentos y constituciones como sujetos y objetos revolucionarios. En efecto, si el gregarismo o vida en comunidad fuere concebido en términos antropológicos o psicosociales como un atributo perteneciente a la naturaleza del ser humano; entonces, los datos historiográficos sobre la existencia y funcionamiento de asambleas políticas en el curso de la historia social, constituirían datos que confirmarían pautas específicas de ese gregarismo, expresadas en elaboradas formas sociales de consentimiento “vaciadas” en constituciones, como complejos modelos o tipos de contrato social y pacto político, producidos por la conducta asambleística, con el fin de adoptar reglas comunes de comportamiento global.

Tres premisas, entonces, cobrarían presencia inmediata: primera, una “natural” inclinación de la acción humana para organizarse colectivamente; segunda, la existencia de fenómenos de poder inherentes a todo agregado humano; y, tercera, la tendencia a regular las relaciones humanas, mediante normas que den seguridad y certeza a los principios y fines que se estiman valiosos para la convivencia social, familiar e individual en cualquier colectivo. Así, entonces, la asambleística sería un hecho histórico presente en diferentes épocas: ecclesia entre los griegos, senado con los romanos, pequeños y grandes consejos en los reinos feudales, juntas estamentales en la Europa absolutista; pero los rasgos distintivos que harían de los parlamentos y congresos modernos diferentes de sus antecesores colegiados, tendrían, en primera instancia, un camino de realidad cronológica e institucionalización claramente dieciochescas, que responderían a valores de libertad e igualdad atribuibles a individuos y colectividades, aparejados al concepto de soberanía popular y al desarrollo paulatino de la teoría de la representación, que conjuntamente integrarían el ethos político –conducta– que fundamenta y legitima al Estado contemporáneo.

En conclusión, la comprensión de los congresos o parlamentos como entes políticos y, por tanto, como fenómeno de poder, supone considerar el proceder parlamentario como un dato fáctico y como un hecho cultural característicamente delimitado en el tiempo y en el espacio: es decir, a partir de los siglos XVII-XVIII y sólo en Occidente. Pero hoy día, las asambleas y constituciones de las actuales 196 naciones del mundo permiten avizorar, en la larga duración, que el tipo ideal y predominio histórico del binomio congreso-constitución se universalizó, como extendidísimo paradigma político que afirmaría el hecho histórico de una tendencia mundial hacia la racionalización del consentimiento social, mediante amplios contratos políticos. Seguiremos…